Homilía en la bendición del Seminario



Homilía de Mons. Daniel Fernández Torres, Obispo de Arecibo
El sacerdote: “esposo de la Iglesia y custodio de la Eucaristía”
Vivimos hoy un acontecimiento histórico. Un acontecimiento que no solo pasa a ser parte de la historia, entendida como una sucesión de hechos ocurridos en el tiempo, sino de una historia que es también, y ante todo, historia de salvación. 
La historia sagrada sabemos que está hecha de múltiples intervenciones de Dios, que es quien tiene la iniciativa, que al ser acogidas en la fe por el hombre se convierten en auténticos acontecimientos salvíficos.



La apertura de este Seminario Mayor de la diócesis de Arecibo en Pamplona debemos verla como una intervención divina que ha sido acogida en la fe y que, por lo tanto, se convierte en parte de la historia de salvación que ha ido realizándose en nuestra amada diócesis desde su fundación hacen ya cincuenta y dos años.
¡Hoy, llenos de alegría, damos gracias a Dios por este regalo! ¡Es el Señor quien merece todo honor y toda gloria!
Al presidir esta Santa Misa en este lugar quisiera destacar varios aspectos de la formación sacerdotal que desearía sirvieran siempre de guía para lo que debe ser este “Seminario Mayor San José”
Dice la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis (n.60): “«La institución del Seminario mayor, como lugar óptimo de formación, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso material, de una vida comunitaria y jerárquica, es más, como casa propia para la formación de los candidatos al sacerdocio, con superiores verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta institución ha dado muchísimos frutos a través de los siglos y continúa dándolos en todo el mundo».
El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico, es sobre todo una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce. En realidad, los Evangelios nos presentan la vida de trato íntimo y prolongado con Jesús como condición necesaria para el ministerio apostólico. Esa vida exige a los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro y específico, el desprendimiento —propuesto en cierta medida a todos los discípulos— del ambiente de origen, del trabajo habitual, de los afectos más queridos (cf. Mc 1,16-20; 10, 28; Lc 9, 11. 27-28; 9, 57-62; 14, 25-27). Se ha citado varias veces la narración de Marcos, que subraya la relación profunda que une a los apóstoles con Cristo y entre sí; antes de ser enviados a predicar y curar, son llamados «para que estuvieran con él» (Mc 3, 14).
El seminario es, en sí mismo, una experiencia original de la vida de la Iglesia; en él el Obispo se hace presente a través del ministerio del rector y del servicio de corresponsabilidad y de comunión con los demás educadores, para el crecimiento pastoral y apostólico de los alumnos. Los diversos miembros de la comunidad del seminario, reunidos por el Espíritu en una sola fraternidad, colaboran, cada uno según su propio don, al crecimiento de todos en la fe y en la caridad, para que se preparen adecuadamente al sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia y en la historia la presencia redentora de Jesucristo, el buen Pastor.
Incluso desde un punto de vista humano, el Seminario mayor debe tratar de ser «una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la alegría». Desde un punto de vista cristiano, el Seminario debe configurarse —continúan los Padres sinodales—, como «comunidad eclesial», como «comunidad de discípulos del Señor, en la que se celebra una misma liturgia (que impregna la vida del espíritu de oración), formada cada día en la lectura y meditación de la Palabra de Dios y con el sacramento de la Eucaristía, en el ejercicio de la caridad fraterna y de la justicia; una comunidad en la que, en el progreso de la vida comunitaria y en la vida de cada miembro, resplandezcan el Espíritu de Cristo y el amor a la Iglesia». 
Es esencial para la formación de los candidatos al sacerdocio y al ministerio pastoral —eclesial por naturaleza— que se viva en el Seminario no de un modo extrínseco y superficial, como si fuera un simple lugar de habitación y de estudio, sino de un modo interior y profundo: como una comunidad específicamente eclesial, una comunidad que revive la experiencia del grupo de los Doce unidos a Jesús”.
Todo esto les invito a realizarlo cada día como lo pide la Iglesia y bajo, lo que llamaría una “mística especial”: la “mística de San José, Esposo de la Virgen y Custodio de Jesús”. Formarse como sacerdotes en este Seminario debe ser aprender a ser imitadores de San José.
Dicen los evangelios que José era de la “estirpe de David”. Esto nos recuerda que hay una elección divina, había una razón, un propósito, para elegir a José; el Mesías tenía que ser descendiente de David. Desde luego, eso no anula la gratuidad de la elección, porque había muchos descendientes de David. Así que gratuidad y propósito están en la elección que Dios hizo de San José. De la misma manera, en la elección y llamada que Dios nos ha hecho a la vida sacerdotal hay gratuidad y propósito. Por algo y para algo nos eligió Dios. 
Ser descendiente de David implicaba también recordar que a José le precedía toda una historia llena de personas y acontecimientos, de aciertos y desaciertos, de gracia y de pecado, de respuestas y de infidelidades. Lo mismo ocurre con nosotros, cada uno tenemos también nuestra historia. 
San José tenía también, lo que podríamos llamar, sus propios planes. Estaba desposado con María y se iba a casar con ella, como cualquier hombre que hace sus planes y decide casarse. Sin embargo, no todo iba a ser exactamente como él lo había pensado. Dios lo había escogido para ser el esposo de María y para ser el padre “adoptivo”, el custodio de aquel Niño que iba a nacer.
Conocer eso fue todo un proceso. Sabemos que al enterarse José de que María estaba embarazada, éste “que era un hombre justo y no quería repudiarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ‘José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido concebido en ella proviene del Espíritu Santo” (Mt 1, 19-20).
Para explicar la reacción inicial de José se suelen identificar dos vías: la de la crisis y la del asombro. En la primera en José habría duda, confusión, preguntas. En la segunda vía habría, ante todo, estupor, sentimiento de indignidad, veneración, respeto.
Si aplicamos esto a nuestra vocación sacerdotal y al descubrimiento de nuestra vocación podemos decir que lo más probable nuestros casos hayan sido una mezcla de ambas vías. Al comenzar a intuir la llamada de parte de Dios a lo mejor también nosotros tuvimos dudas, confusión y muchas preguntas. Poco a poco se fueron aclarando porque poco a poco también a nosotros el Señor, por los modos dispuestos por Él nos fue revelando sus planes, que probablemente en muchos aspectos no coincidían con los planes que teníamos para nuestras vidas.
Por otro lado, ante la llamada a la vida sacerdotal sin dudas que nuestra reacción, inicial y permanente, tiene que ser la del estupor, la sorpresa, el sentimiento de indignidad. ¡No merecemos el don del sacerdocio! Es algo demasiado grande para nosotros pecadores.
Dice después el evangelio que: “Al despertar, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa…” (Mt 1, 24). Esta es la realización del “sí” de José a Dios. Esto nos debe hacer pensar en la experiencia de haber dicho que “sí” a la vocación sacerdotal. Nos debe hacer pensar en aquellos momentos en los que tal vez “con temor y temblor” acogimos ese llamado de Dios y decidimos entrar al Seminario.
El evangelio de Lucas, por su parte, nos cuenta como: Subió también José desde galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta (Lc 2, 4-5). Esto podríamos decir que es la experiencia de “salir”. Esto nos recuerda a Abrahán que tuvo que salir de su tierra a la tierra que Dios le habría de mostrar. Nos recuerda a los apóstoles, que dejándolo todo siguieron al Señor.
La experiencia vocacional tiene esta dimensión del “dejar”, del “salir”. Esto es una dimensión intrínseca y permanente del seguimiento a Jesús. Desde luego, la experiencia del ejercicio del ministerio sacerdotal nos demuestra que ese “dejar” se convierte realmente en un “recibir” y ese “salir” se convierte en un “llegar”.
Cuando ya están en Belén resulta que José y María no encuentran allí posada. José estaba buscando un lugar para que naciera el Niño Dios, un lugar para que naciera Jesús. ¿Qué es eso, podríamos decir, sino evangelizar? Evangelizar, ¿no es acaso sino buscar que Jesús nazca el corazón de los hombres? ¿No es esa acaso la misión de todo sacerdote? Así que también en esto nos parecemos a José.
Fue además la de José una experiencia de rechazo: no encontraba posada. El ministerio sacerdotal no está exento de eso. En la medida que anunciemos la verdad y cumplamos con nuestro deber, como nos pide la Iglesia, hay que estar preparados para el rechazo por parte de algunos.
Llega después el momento del nacimiento de Jesús. El Beato Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de eucharistia habla de ese momento y propone la mirada embelesada de la Virgen al contemplar a su Hijo como modelo de cómo debemos mirar a Jesús presente en la eucaristía. Podemos también pensar en la mirada de José a aquel Niño: ¡qué emoción, qué alegría! José fue un testigo privilegiado de aquel momento de la llegada del hijo de Dios al mundo. 
El sacerdote es un testigo privilegiado del momento de la “llegada” de Jesús sobre el altar cada vez que celebra la Santa Misa. Y debe sentir siempre esa gran emoción y esa gran alegría al ver realizarse ese milagro. Como se siente en la primera misa así debe ser siempre.
Pasado ese momento alegre, llega entonces un momento de cierto temor. La vida del Niño peligra y deben huir a Egipto para ponerse a salvo. A José le toca proteger al Niño, defenderlo. Como sacerdotes tenemos que, en cierta manera, proteger a Jesús, defender su Nombre. Tenemos que proteger y defender la eucaristía. Es significativo que al sacerdote se le confía la llave del sagrario. Él es su custodio, su protector, con todo lo que esto implica.
“Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto y le dijo: ‘Levántate, toma al niño y a su madre, y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño. José se levantó, tomó al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel” (Mt 2, 19-20). Comienza así la llamada “vida oculta” en Nazaret. Desconocemos cuánto tiempo vivió José al lado de María, pero podemos sí pensar cómo sería el trato de José a María mientras vivió con ella. ¡Con que respeto, delicadeza, cariño, la trataría! Sin atreverse a “tocarla”. Unido a ella, pero al mismo tiempo con una cierta “distancia reverencial”.
Ese modo de relacionarse José con María debe ser modelo del modo como un sacerdote se relaciona con la Iglesia, “su esposa”. Con un respeto reverencial, con delicadeza, sin “profanarla” de ninguna manera. Sabiendo que no somos sus dueños, sino que la Iglesia es de Dios; así como María pertenecía a Dios y José lo sabía muy bien.
San José, en definitiva, fue excelente esposo de María y el excelente custodio de Jesús. El sacerdote, siguiendo su ejemplo, debe un excelente “esposo de la Iglesia” y un excelente “custodio de Jesús Eucaristía”.
Es una aventura hermosa a la que somos llamados, y al mismo tiempo, es un gran reto de nuestra parte. Sabemos que somos vasijas de barro y que no somos dignos de recibir tal misión. Sin embargo, Dios, como a José nos ha elegido, nos ha llamado. En los diversos momentos de la vida de José en ángel del Señor le mostraba la voluntad de Dios. En nuestra vida Dios también nos habla, nos guía, nos ilumina. El Seminario es, sin dudas, un lugar privilegiado para esa acción de Dios. Solo hay que ser dóciles y procurar conformar nuestra voluntad con la de Él.
Eso le pedimos al Señor en esta Eucaristía, por intercesión de San José, patrón de este Seminario.
Así sea.

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